La paciencia del agua sobre cada piedra by Alejandra Kamiya

La paciencia del agua sobre cada piedra by Alejandra Kamiya

autor:Alejandra Kamiya [Kamiya, Alejandra]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2023-02-01T00:00:00+00:00


MUERTOS LOS OJOS

Hacía semanas que había rumores de que Tada San estaba por jubilarse, y cuando me ordenaron acompañarlo a Mar del Plata y hacer un informe detallado de cada paso de la inspección, pensé que sí, que Tada estaba por irse y debía ser reemplazado.

Me acerqué con un poco de temor a decirle que iba a acompañarlo.

Hacía años que lo conocía, pero era muy poco lo que podía decir de él. Nos cruzábamos en los pasillos y habíamos compartido alguna reunión y varias comidas, pero no sabía casi nada sobre él.

«Bueno», dijo y miró hacia abajo.

Debíamos estar en la planta de elaboración de Mar del Plata antes de las diez para poder elegir algunos bloques al azar.

Acordamos encontrarnos a las cinco cuarenta de la mañana en la estación de servicio de la subida a la autopista. Él prefirió que fuéramos en mi auto.

Llegué más temprano y él ya estaba ahí. Me saludó inclinándose amablemente y acomodó su bolso en el baúl con prolijidad. Detrás de sus gestos estaba su forma de considerar que él era hombre y yo mujer: me dejaba pasar, abría y cerraba las puertas. Después de cerrar el baúl, subió al auto, se sentó y se abrochó el cinturón mirando hacia delante.

«No sé si es tarde o temprano», dije intentando una broma. «Es temprano», dijo mirándome con seriedad. «Es verdad», dije y puse en marcha el auto.

La salida de Buenos Aires por el sur tiene una curva suave que hace que a medida que uno sube todo vaya apareciendo con majestuosidad. Enormes grúas miran el río como perros guardianes, perros de hierro, perros esqueléticos que miraban hacia el lugar por donde iba a aparecer el sol.

La belleza industrial parecía venir a decirme algo a mí, que siempre creí que la belleza proviene de la naturaleza.

Aún estaba oscuro, algo en el cielo parecía a punto de quebrarse. «Salir de la ciudad es siempre bueno», pensé.

Tada miraba al frente. «Usted puede dormir», dije. «Muchas gracias», dijo él, «no tengo sueño».

Habíamos pasado el primer peaje cuando le pregunté cuántos viajes había hecho. Empezó a hacer cuentas, cuántos por año, por cuántos años. El número me sorprendió. Y en ese momento lo dijo: «Este es el último».

No pude encontrar ninguna frase de consuelo. Todas me parecieron inútiles. Él no dejó de mirar hacia delante en las siguientes tres horas y yo no logré encontrar en mi cabeza algo bueno para decir. Parecía una gran conversación aquel silencio: él pensando yo no sabía qué, yo pensando qué se le dice a alguien que está a punto de salir del sistema que lo ha acogido toda su vida como si fuera una casa. Sentía eso, que Tada estaba a punto de ser arrojado no sé a dónde y que el hecho de que así fuera haría que cualquiera se preguntara por el sentido de lo que había dado a lo largo de su vida.

Encendí la radio, la apagué.

No podía dejar de pensar en una escena trivial: mi perro estaba muy viejo y su cadera ya no se sostenía sola.



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